
Hoy queremos acercaros una de esas novelas ideal para disfrutar de una plácida lectura, de un libro repleto de ironía y crítica social: «Doppler«, del noruego Erlend Loer, publicada en su país en el 2004 y por primera vez traducida al español por Nórdica Ediciones a finales del año pasado.
Sin querer dilatarnos en más datos, y sin querer parecer «muy aplicados» en esta reseña, os introducimos en la fácil trama que Erlend nos porpone. Un noruego tipo, tal y como nos lo podemos imaginar hoy en día, con una vida casi perfecta, acomodada, familia, hijos, casa con todo tipo de lujos y un porvenir asegurado y ya firmado de antemano, tiene un accidente con su bicicleta mientras paseaba por un bosque cercano a Oslo. El golpe que recibe en la cabeza, como un San Pablo cualquiera, le inunda la mente de razonamientos contrarios a la vida que hasta ese mismo momento había mantenido con tesón. Ese infortunio súbito, junto a la repentina muerte de su padre, le lleva a sincerarse consigo mismo. No le agrada la gente, ni su compañía, ni sus costumbres, ni sus medidas conversaciones de fines de semana, ni su trabajo. Ni su familia, porque ya que se rompe con todo, hay que serlo hasta sus últimas consecuencias.
Así que decide vivir en el bosque, en soledad, abobando por el trueque, reafirmándose en la extrañeza que todo lo anterior siempre le provocó en sus sentidos. A partir de ahí, el autor toma las riendas de una voz perfecta para conformar una crítica lúcida y desbordante de la sociedad de su país y de toda la clase acomodad europea. No faltarán, claro está, otros personajes que, con para mayor o menor disgusto del Doppler, como su alce Bongo, Düsseldorf, su hijo pequeño Gregus o un votante de derechas que intenta imitarlo con histriónica e infausta suerte.
Es un libro donde no importa el final, si no el disfrute las situaciones imposibles que vive el personaje simplemente por vivir aislado, en contacto permanente con su aburrimiento, la gravedad de no haber conocido de verdad nunca a su padre, de querer conocerse a si mismo y a la tierra a la que inevitablemente irán sus despojos tras la inevitable muerte. Porque el bosque da y también recibe, en una simbiosis desconocida para los urbanistas del mundo actual.
En definitiva, en palabras del mismo Doppler, «Debemos enseñar a nuestros hijos que el suelo que pisamos contiene las cenizas de nuestros antepasados y que todo lo que ocurre a la tierra, nos pasa también a nosotros y, a propósito, digo, mientras aún tengo la palabra, ¿alguno de vosotros estaría dispuesto a cambiar algo de fruta por un poco de carne de alce?«.
Dicho queda.